Cuando se habla de controlar el azúcar en sangre, lo primero que suele venir a la mente son los carbohidratos. Sin embargo, otros nutrientes presentes en nuestra dieta cotidiana también pueden influir de forma significativa en cómo el cuerpo maneja la glucosa. Tal es el caso de las grasas saturadas y el sodio, cuyo impacto indirecto sobre la sensibilidad a la insulina y la salud metabólica ha sido objeto de análisis por parte de nutricionistas y entidades como la Asociación Americana de la Diabetes (ADA).
Las grasas saturadas, comunes en productos como quesos, manteca, leche entera, carnes grasas y aceites como el de coco, pueden dificultar el trabajo de la insulina, lo que se traduce en una mayor resistencia por parte de las células a absorber la glucosa de la sangre. Aunque estas grasas no elevan directamente el azúcar como sí lo hacen los carbohidratos, alteran procesos digestivos y metabólicos que afectan el equilibrio glucémico. De hecho, varios especialistas coinciden en que una dieta rica en grasas saturadas puede aumentar la cantidad total de insulina que el cuerpo necesita para procesar los alimentos. Por ello, la ADA sugiere no superar el 10 % de las calorías diarias provenientes de este tipo de grasa, lo que equivaldría a unos 16 gramos diarios en una dieta de 1.500 calorías. En su lugar, se recomienda priorizar grasas insaturadas como las que se encuentran en el aguacate, el aceite de oliva, los frutos secos y pescados como el salmón, que además ayudan a reducir la inflamación crónica.
El sodio, por su parte, no afecta directamente la glucosa en sangre, pero sí influye sobre un factor crítico: la presión arterial. Las personas con diabetes tipo 2 tienen mayor riesgo de desarrollar hipertensión, y una dieta alta en sodio puede agravar esta condición. Los alimentos procesados y la comida rápida son las fuentes principales de sodio en la dieta moderna, y además suelen contener grasas saturadas y carbohidratos refinados, generando un efecto acumulativo negativo. Según las pautas generales, se debería limitar el consumo de sodio a menos de 2.300 miligramos diarios, una cifra que muchas veces se sobrepasa sin darnos cuenta. Incorporar alimentos frescos, como frutas y verduras ricas en potasio, puede ayudar a contrarrestar el efecto del sodio y proteger tanto el corazón como el control glucémico.
Más allá de la alimentación, el control de la diabetes requiere un enfoque integral. El ejercicio regular puede aumentar la sensibilidad a la insulina por hasta 24 horas, mientras que técnicas para manejar el estrés —como la respiración consciente o las pausas tecnológicas— pueden disminuir los niveles de glucosa. Asimismo, una dieta rica en fibra, con al menos 25 gramos diarios en mujeres y 38 en hombres, también ha demostrado ser clave para mejorar el metabolismo de la glucosa y reducir la inflamación. Se recomienda incluir una amplia variedad de alimentos vegetales cada semana, como legumbres, cereales integrales, frutas, verduras y frutos secos.
Otros factores importantes incluyen el descanso adecuado, evitar el tabaquismo y utilizar herramientas tecnológicas como los monitores continuos de glucosa, que permiten un ajuste más preciso del tratamiento. Trabajar junto a un profesional en educación diabética puede marcar la diferencia en la adopción de hábitos sostenibles y eficaces a largo plazo.
En definitiva, aunque reducir el consumo de azúcar y carbohidratos sigue siendo un pilar fundamental, no hay que perder de vista el papel que juegan las grasas saturadas y el sodio. Entender cómo interactúan estos nutrientes con nuestro cuerpo permite adoptar decisiones más conscientes y personalizadas, fundamentales para mantener una buena salud metabólica y calidad de vida.
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