Este domingo 13 de abril se apagó una de las voces más potentes de la literatura en español. Mario Vargas Llosa, narrador infatigable, provocador intelectual y figura imprescindible del Boom latinoamericano, falleció en Lima a los 89 años, rodeado por su familia. Con él se va no sólo un escritor brillante, sino un hombre que entendió la literatura como una forma de intervenir en el mundo.
Desde que irrumpió en 1963 con La ciudad y los perros, Vargas Llosa no dejó de escribir ni de polemizar. Su narrativa, rica en estructuras complejas y obsesionada con los laberintos del poder, fue un espejo despiadado de las sociedades latinoamericanas. En títulos como Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo o La fiesta del Chivo, combinó crónica política, novela histórica y denuncia social con un estilo riguroso y apasionado.
El Boom no se explica sin él. A la par de Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes, expandió las fronteras de la novela escrita en español. Pero, a diferencia de sus compañeros de generación, Vargas Llosa se distanció pronto del romanticismo revolucionario y optó por el liberalismo como ideología personal y pública.
En 1990 compitió por la presidencia del Perú, enfrentándose al fujimorismo en una campaña que redefinió su imagen pública. Aunque perdió en las urnas, ganó respeto como pensador que asumía riesgos más allá de la comodidad literaria. Desde entonces, se consolidó como referente del pensamiento liberal en lengua española.
El Premio Nobel de Literatura le llegó en 2010 como un reconocimiento a una carrera que, más allá de sus convicciones ideológicas, fue indiscutible en calidad, profundidad y alcance. Le siguieron honores como el Premio Cervantes, el Príncipe de Asturias, el título de marqués otorgado por la corona española y su ingreso a la Academia Francesa.
En 2023 publicó lo que muchos consideran su testamento literario: Le dedico mi silencio, una novela que explora la música criolla y la utopía peruana, con la melancolía de quien ve el ocaso tanto del país como de una época.
Vargas Llosa vivió entre Lima, París, Londres, Madrid y Barcelona, adoptó la nacionalidad española en los noventa y, más recientemente, la dominicana. Su vida fue tan internacional como su obra, pero siempre conservó un núcleo latinoamericano, incluso cuando lo cuestionaba con fiereza.
Con su muerte, se cierra un ciclo brillante de la literatura hispanoamericana. Pero su obra queda como un legado incómodo y necesario: el de un escritor que incomodó tanto como iluminó, que discutió con todo el mundo, pero que nunca dejó de escribir.